Wiki La Biblioteca del Viejo Mundo
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El vizconde Augustine de Chegney es un noble bretoniano famoso por su crueldad y tiranía así como también por su ambición e implacabilidad. En los últimos años ha empezado a extender sus tierras a base de arrebatárselas a otros nobles, y al vivir cerca de la frontera con el Imperio, esto no se limita solamente a sus vecinos en Bretonia.

Descripción[]

De Chegney es completamente diferente a la imagen que se suele tener de los nobles y caballeros de Bretonia. Es una persona despiadada y carente de escrúpulos, y todo le vale si con ellos logra sus planes. No tiene reparos algunos en emplear los métodos más despreciables si con ello obtiene beneficios, desde actos de traición y emboscadas hasta tratos con hechiceros proscritos que en otros lugares hubiesen ardido en la hoguera; y a diferencia de muchos de sus pares, no tiene los prejuicios que tanto caracteriza a los caballeros bretonianos contra las armas de fuego.

Uno de sus ejemplos más famosos de sus viles métodos fue cuando derrotó a su gran enemigo el barón Von Drakenburgo con la ayuda de su traicionero senescal. Durante muchos años, De Chegney estuvo en guerra con su vecino de Reikland, hasta que mediante un falso tratado de paz pudo derrotar y deshacerse definitivamente a su enemigo y quedarse con buena parte de sus tierras, que incluía el Paso de Hierro, un estrecho sendero que atraviesa una brecha de las Montañas Grises y permite la comunicación entre el Imperio y Bretonia. Actualmente a puestos sus ojos en los dominios del marqués Le Gaires, y aunque de momento están en tregua, muchos creen que no va durar.

Con todo, a pesar de los cuestionables sistemas que emplea para derrotar a aquellos que se oponen a él, Augustine de Chegney es un hombre ducho en el arte de combate. Su cuerpo no es alto pero sí fuerte, con extremidades torneadas por poderosos músculos, pura fuerza bruta que resalta incluso por debajo de sus ropajes de seda.

Historia[]

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Este artículo puede contener spoilers de Dinero Sangriento, Sangre y Acero, y La Sangre del Dragón

El vizconde De Chegney hacía tiempo que deseaba expandir sus dominios, a costa del Barón Von Drakenburgo de la vecina Reikland. Una gran parte de la riqueza del barón se dedicaba a construir fuertes y armar soldados para proteger sus tierras de los numerosos e implacables intentos que hacía el vizconde para expandir sus dominios hacia el este, rechazándolo cada vez para que volviera a Bretonia para que se lamiera las heridas.

Esta situación continuó durante muchos años, hasta que el propio vizconde propuso el fin de la lucha. Sugirió un pacto con el barón Von Drachenburg, un tratado que se sellaría con lazos de sangre. El hijo del vizconde se casaría con la hija del barón para unir así sus casas y reforzar la paz con lazos más fuertes que las meras palabras. Tras pensarlo mucho y consultarlo con sus consejeros, el barón dio finalmente su consentimiento para el matrimonio y el tratado.

Se anunció que el matrimonio debía celebrarse en terreno neutral, en un calvero situado en el paso de Hierro, a medio camino entre los dos territorios. Las dos facciones llevarían tantos soldados como quisieran, y la ceremonia la oficiarían tanto un sacerdote de sagrado Sigmar, como uno de la Dama del Lago. La boda transcurrió sin incidentes. De hecho, hasta el más escéptico de los hombres del barón tuvo que admitir que parecía que, al fin, sus turbados dominios conocerían la paz. ¿Cómo podrían haber imaginado el engaño de negro corazón que constituía la auténtica intención del vizconde?

Cuando el Baron Von Drakenburgo y su séquito cabalgaba de regreso de la boda, por sugerencia de su mayordomo Albrecht Yorck, se desvió hacia uno de sus fuertes fronterizos, sin saber que estaba siendo conducido a una trampa. A espaldas del noble imperial, De Chegney supo apreciar la naturaleza ambiciosa y traicionera de Albrecht Yorck, prometiéndole recompensas a cambio de su colaboración en su plan para derrocar al barón.

Mientras el vizconde brindaba por la paz y la prosperidad de ambos territorios, los mercenarios que tenía a sueldo se habían introducido en el fuerte, pasado por la espada a la guarnición. Cuando la partida del barón llegó al fuerte, los mercenarios los hicieron caer en una emboscada. La mayoría de los soldados leales al barón murieron o fueron capturados, y solo unos pocos lograron escapar. El propio baron Von Drakenburgo estaba entre los que había sido hechos prisioneros.

El resto de nobles imperiales vecinos no intervinieron para ayudarlo. Cada uno de ellos había sido comprado por De Chegney, que les había dicho que podrían quedarse con una parte de las posesiones de los Von Drakenburgo a cambio de su complicidad. Se mantuvieron al margen y permitieron que el vizconde derrocara al noble señor que era par de todos ellos, utilizando el matrimonio del hijo de De Chegney con la única hija del barón, como excusa moral para no intervenir.

En cuanto a Yorck, a pesar de que había desempeñado un importante papel en la campaña, el vizconde no tenía ninguna intención de cumplir con lo que habían acordado ambos. No habría elevación alguna para Yorck; el espía y desertor no sería ascendido a una posición apropiada para un caballero, ya que el vizconde había decidido, astutamente, que un hombre que podía traicionar a un buen señor traicionaría a un malvado con la misma facilidad.

El señor bretoniano se rio de Yorck cuando imploraba por su vida, sin embargo, lo dejó vivir. No fueron las palabras de Yorck lo que le salvó la vida, sino más bien la mirada de odio del hombre al que había traicionado. El odio existente entre el vizconde y el derrocado barón era profundo, y el único motivo por el que lo dejó marchar, llevándose consigo el tesoro de los Von Drakenburg, era para torturar aún de su prisionero, antes de venderlo a unos esclavistas de Arabia.

Con su mayor rival derrotado y enviado a alguna lóbrega mazmorra árabe, Augustine de Chegney pasó los siguientes años consolidando su autoridad en sus nuevas tierras, antes de desviar sus ambiciosas intenciones hacia los dominios de otros nobles Bretonianos.

Y la situación continuó así hasta que a la corte de su castillo llegó Rudol, un hechicero renegado de la Orden Celestial, quien quería solicitar su ayuda para apoderarse de un poderoso objeto mágico. El hechicero le hablo del Colmillo Cruel, un artefacto élfico que permitía controlar la voluntad de un dragón. A cambio de su mecenazgo, protección y ayuda, Rudol se comprometía a obtener el Colmillo Cruel para él, y con ello, la capacidad de emplear a la bestia contra sus enemigos. De Chegney aceptó el trato y le prestó veinte soldados acompañados por uno de sus caballeros, Thierswind, quien estaría al mando de la expedición.

Durante varios días, el vizconde Augustine de Chegney no había tenido noticia alguna del hechicero ni de los soldados que había enviado con él, pero si que le habían llegado rumores que hablaban de un gigantesco dragón que estaba arrasando los territorios situados al oeste, diezmaba compañías enteras de caballeros y dejaba docenas de pueblos en llamas a su paso. Al principio, esos rumores lo habían entusiasmado al relacionarlos con las disparatadas historias que le había contado Rudol, y comenzó a creer seriamente que el hechicero podría hacerle entrega de lo que había prometido.

Sin embargo, todo cambió cuando el caballo de sir Thierswind regresó al castillo… sin jinete. Dentro de una de las alforjas del animal estaba la capa negra que llevaba Rudol, manchada de sangre, envolviendo la gigantesca escama del Dragón. Pero fue el símbolo que estaba grabado en ella lo que izo que la ira y el miedo royeran el corazón del bretoniano.

De Chegney no había visto ese símbolo en muchos años, pero le resultaba tan familiar como su propio escudo de armas. Era la tosca representación de un dragón rampante dibujado al estilo del Imperio. De Chegney lo vio por última vez en el escudo de armas de un antiguo enemigo suyo al que había derrotado hace mucho tiempo, el barón von Drakenburgo.

Hasta ese momento pensaba que el barón habría muerto hacía mucho tiempo, agotado bajo el caliente sol del desierto por los esclavistas árabes; ésa era la suerte a la que había condenado a su antiguo enemigo tras la victoria. Pero al posar los ojos sobre el símbolo grabado en la escama de dragón, De Chegney supo que su enemigo había sobrevivido. El caballo, la capa del hechicero y la escama de dragón formaban parte de un mismo mensaje:

«Estoy vivo. Sé qué estabais persiguiendo. El poder que buscabais obtener es mío e irá por vos».

Al comprender el mensaje, Augustine de Chegney se daba cuenta de cómo debían sentirse los prisioneros que se pudrían dentro de sus mazmorras con la certidumbre de que estaban condenados a morir, pero sin saber cuándo iría a buscarlos el verdugo.

Fuentes[]

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