Wiki La Biblioteca del Viejo Mundo
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Karl Franz contra Kaudillo Orco - Tercera Batalla del Paso del Fuego Negro

Oscuras y pesadas nubes se cernían sobre las Montañas del Fin del Mundo, ocultando de la vista el Paso del Fuego Negro y emitiendo una luz grisácea y mortecina sobre el campo de batalla. Las fuerzas del Imperio habían logrado encontrar a la horda Orca y la habían obligado a luchar en un estrecho desfiladero por el que descendía la vieja carretera enana, que bajaba por el paso desde las montañosas colinas. Si no conseguían detener a los Orcos allí, sembrarían el terror por las llanuras de Averland. Kurt Helborg, Mariscal del Reik, observaba el campo de batalla desde un peñasco que dominaba el terreno con una expresión de intensa preocupación en su rostro marcado por las cicatrices de la guerra.

"¿Puedes verle?", preguntó al Maestre del Gremio de Ingenieros, que escrutaba los tempestuosos cielos con la ayuda de su telescopio.

"Sí -respondió el Ingeniero-. Vuelve hacia aquí, pero su grifo vuela de una manera muy peculiar, me temo que ha sido herido....".

Pronto fue fácil distinguir la poderosa silueta de Garra de Muerte y la de su jinete, el Emperador Karl Franz. El grifo obviamente estaba en malas condiciones, ya que volaba de forma dolorosamente irregular.

Los dos altos oficiales y los Caballeros de la Reiksgard, que se mantenían como reserva en la base del peñasco, ignoraron momentáneamente la batalla en el desfiladero y siguieron con aprensión aquella pequeña mota en el cielo.

Los Caballeros aguantaban la respiración, temerosos por la seguridad de su Señor; pero la leal bestia, a pesar de sus heridas, consiguió llegar hasta donde se encontraba la Reiksgard, que la recibió con un grito triunfal. Inmediatamente, el Emperador fue rodeado por sus hombres. Su primera preocupación fue asegurarse de que el Grifo fuera llevado de vuelta a Altdorf en uno de los carromatos de avituallamiento. Sólo entonces aceptó un trago de cerveza y montó en su caballo de guerra, espoleándolo hacia la cima del peñasco donde se encontraba el Mariscal del Reik.

Mientras Karl Franz desmontaba, los dos viejos oficiales le preguntaron por el grifo; "¿Está grave Garra de Muerte, sire?".

"Vivirá, así que confío en que también pueda volar de nuevo -dijo Karl Franz tranquilizándoles. Luego advirtió la divertida expresión que aparecía en el rostro del Mariscal del Reik cuando su viejo amigo se dio cuenta de que el Emperador estaba completamente cubierto de una sustancia verdosa.- ¿De qué te ríes? -preguntó Karl Franz, sonriendo mientras apartaba parte de aquella sustancia de su propia armadura-. Sé que los gigantes no son muy listos, ¡pero te aseguro que tienen bastantes sesos como para que un hombre se bañe en ellos! Al menos, en el caso de este. Bien, ¿cuál es la situación de la batalla?".

Kurt Helborg volvió a ponerse serio y contestó: "En tablas de momento, mi Señor. Los Orcos intentan abrirse paso para salir del desfiladero, pero nuestra infantería se mantiene firme. Nos sobrepasan en número: son cinco por cada uno de los nuestros; pero, mientras les mantengamos en el barranco, no podrán utilizar la ventaja de su número. Además, están tan densamente agrupados que constituyen un objetivo perfecto para nuestra artillería; y nuestras armas les están causando innumerables bajas".

"Pero son Orcos, esos seres no tienen miedo a la muerte... Continuarán atacando -murmuró el Emperador. Luego añadió.- ¿No crees que su ataque es un poco extraño? Hasta ahora, hemos visto montones de Goblins, pero pocas unidades de guerreros Orcos. Sólo aquel Gigante suponía una amenaza importante. Me pregunto dónde están sus mejores tropas".

"Quizás se encuentren en el paso, atacando la fortaleza Enana -propuso Helborg-. Quizás la guarnición Enana aún resista".

"Esperemos que sea así, Kurt -respondió Karl Franz-. Pero, por favor, avisa a tus caballeros de que puede que me vea obligado a pedirles que luchen a pie si la situación empeora. El escarpado terreno del desfiladero no es apropiado para la caballería".

"No les agrada luchar a pie, pero todos han jurado seguirte incluso al lejano Norte si fuera necesario. Se hará como has ordenado".

"Gracias, Kurt", asintió el Emperador. Luego dirigió su atención hacia la batalla.

Desde aquella distancia era posible observar la diferencia entre los estilos de lucha de las dos razas. La línea de batalla del Imperio parecía un acantilado de acero que una inmensa marea verde estaba intentando derrumbar. Aullando feroces gritos de guerra, miles de Goblins y Orcos bajaban por el paso. Enormes bandas de salvajes guerreros se estrellaban contra las disciplinadas filas de la infantería imperial.

Los atacantes siempre eran recibidos con una cortina de fuego de arcabuz procedente de los pequeños destacamentos desplegados entre las unidades principales de Lanceros y Alabarderos. El fogonazo y el atronador sonido de sus disparos acompañaban al poder destructor de sus balas y, a veces, especialmente con los cobardes Goblins, bastaba con eso para dispersarlos. Sin embargo, los Orcos eran más difíciles de parar, por lo que sus cargas solían alcanzar el objetivo. Era entonces cuando los hombres tenían que enfrentarse a uno de los más fieros guerreros del Viejo Mundo. En combate singular, un soldado humano no es rival para un guerrero Orco; esos monstruos son lentos, pero pueden continuar luchando incluso con una lanza atravesándoles el cuerpo. Una vez más, la superioridad táctica de los hombres compensó su falta de fuerza individual. Las tupidas filas de Lanceros y Espaderos soportaban el peso de las cargas y resistían lo suficiente como para que destacamentos armados con alabardas atacaran a los Orcos por los flancos, obligándoles a retirarse.

La artillería imperial dominaba el campo de batalla desde que sus cañones destruyeran los primitivos lanzapiedros 

orcos con precisión quirúrgica; mientras que los morteros y los temibles cañones de salvas de la Escuela de Ingenieros abrían enormes agujeros en las filas enemigas.

Aquí y allá, una brillante bocanada de fuego o un cegador relámpago eran descargados contra el enemigo señalando el punto donde un mago había ganado su duelo contra un chamán pielverde, cuya impredecible magia era, a veces, tan peligrosa para sus camaradas como para las fuerzas del Imperio.

Imperio contra orcos

Hasta aquel momento, la balanza de la batalla había estado equilibrada. Los soldados del Imperio habían repelido muchas cargas, pero aparecían más y más enemigos por la carretera azotada por el viento que descendía desde el paso. Los Orcos y los Goblins parecían infinitos; mientras que, tras cada ataque, las filas del Imperio eran cada vez más reducidas. El Imperio tenía reservas, pero se componían en su mayoría de tropas de milicia, alistadas precipitadamente. Los Ballesteros mercenarios difícilmente reemplazarían a los Arcabuceros; y los duros guerreros de las Compañías Libres carecían de la sangre fría que tenían las perfectamente entrenadas tropas regulares. Llegaría un punto en que incluso la artillería se quedaría sin municiones, así que la única esperanza del Imperio era que la moral de los Orcos se colapsara. Los mismos instintos salvajes que hacían a los ejércitos Orcos tan devastadores podían también colapsarlos irreparablemente si eran combatidos con suficiente resistencia.

La batalla continuó durante horas y los Orcos seguían atacando furiosamente. Los soldados del Imperio estaban cansados, pero aún mantenían su inquebrantable disciplina. Después de todo, sabían que estaban luchando para salvar la vida de sus familias y que el Emperador estaba allí, a su lado. Por tanto, continuaron luchando imperturbables. Incluso cuando regimientos enteros eran desbordados por la horda verde, los hombres del Imperio mantenían su posición y seguían combatiendo. Los efectos de su tenacidad empezaron a manifestarse, ya que las cargas de los pielesverdes parecieron perder ímpetu. Aquellos salvajes parecían perder confianza en sí mismos mientras tenían que escalar pilas de cuerpos verdes que obstruían la mayor parte del desfiladero a fin de continuar atacando.

El Emperador, desde su posición privilegiada en el peñasco, había observado el descenso de la presión del enemigo. Estaba considerando la idea de desmontar a su guardia personal y conducirla personalmente hacia la lucha para dar el golpe final a los Orcos, cuando algo terrible ocurrió. Un clamor se alzó desde el nordeste, donde una nueva fuerza apareció procedente de un bosque no muy lejos del flanco izquierdo del Imperio. Enormes Orcos montados en salvajes jabalíes de guerra emergían desde la cobertura de los árboles y cargaban a la aterrada artillería. Y, para empeorar la situación, los Orcos Jinetes de Jabalí estaban liderados por el orco más enorme que el Emperador hubiese visto nunca. La criatura era un auténtico monstruo, de unos dos metros y medio de altura y de constitución tan brutal como la de la feroz bestia sobre la que montaba. Agitando una enorme hacha de batalla sobre su cabeza y entonando un atronador canto de batalla mientras encabezaba la carga de sus jinetes de jabalí, parecía la encarnación del espíritu sangriento de su raza. Seguramente, este era el Señor de la Guerra responsable de la creación del ¡Waaagh!, una desesperante amenaza para los reinos de Hombres y Enanos del Viejo Mundo.

Karl Franz en su grifo Empire

La caballería orca rebasó las posiciones de las dotaciones de las piezas de artillería y chocó contra el flanco izquierdo de la formación imperial. Regimientos completos quedaron atrapados mientras cambiaban de formación para hacer frente a la nueva amenaza, pero los Orcos les hicieron huir con facilidad para después aniquilarlos. Algunas unidades rompieron la formación y huyeron mientras el pánico comenzaba a extenderse por el flanco izquierdo imperial. Nada parecía capaz de detener al Kaudillo Orco. Al mismo tiempo, las bandas de Goblins procedentes de la carretera, al frente de las líneas Imperiales, fueron desplazadas por tropas de refresco que comenzaron a avanzar en cuanto detectaron el ataque de la caballería. Aquellos Goblins que no fueron lo suficientemente rápidos para quitarse de en medio fueron arrollados sin consideración por las tropas recién llegadas. Se trataba de los mejores Guerreros Orcos, poderosos veteranos cubiertos de cicatrices. Más grandes y fuertes que cualquier Orco normal, formaban una impresionante fuerza de combate. Junto a ellos, pequeños grupos de monstruosos Trolls fueron lanzados contra los hombres y, además, otro Gigante apareció para unirse a la lucha.

"Sire...", empezó a decir el Mariscal del Reik con un tono de desesperación en su voz.

"Lo sé, Kurt -le interrumpió Karl Franz-. Esto explica por qué el contingente de Stirland no llegó. Hemos subestimado la astucia de estos bárbaros guerreros. Parece que todo nuestro ejército ha caído en una trampa colosal".

"Sire, sólo nos queda una posibilidad. Debéis regresar a Altdorf. Sólo os pido que me dejéis un escuadrón de Caballeros de la Reiksgard para enfrentarme a los jinetes de jabalí y así ganar tiempo para que el resto del ejército se retire."

Karl Franz parecía confuso por esa propuesta. Se quedó en silencio y se volvió para mirar en dirección a la capital. Sí, podría retirarse a Altdorf y desde la seguridad de sus muros organizar otro ejército. Entonces sus ojos vieron las verdes llanuras de la Asamblea en el lejano horizonte y pensó en cuál sería el destino de esa feliz tierra y de toda la gente que vivía en las provincias del este de su Imperio si seguía el sabio consejo de Kurt. Una sonrisa irónica apareció por un momento en sus labios y, cuando volvió a dirigirse al Mariscal del Reik, la decisión ya estaba tomada.

"No -dijo el Emperador firmemente-. No mientras viva."

"Kurt, regresarás a Altdorf con un pequeño escuadrón y organizarás la defensa en caso de que fallemos. Mi lugar está aquí. Todos sabemos que sin un líder los pielesverdes dejan de ser una amenaza; y ahí creo que reside nuestra última esperanza. Yo personalmente desafiaré a su Kaudillo y, sólo entonces, se decidirá la batalla."

"Pero, sire, es un plan demasiado arriesgado. ¿No sería mejor...?"

"Es una orden Kurt. No tenemos tiempo que perder".

Reconociendo en los ojos del Emperador que su decisión era inamovible, Kurt Helborg cedió. Sabía que no había nada que pudiera decir para hacer cambiar de idea al Emperador. También se dio cuenta de que las posibilidades de que se volvieran a ver en vida eran escasas; pero él era un soldado, uno de los mejores, y como soldado que era reaccionó. El viejo veterano se puso firme y respondió "Sí, Señor. Que Sigmar luche a su lado."

Y, a continuación, partió a cumplir sus órdenes.

Karl Franz montó en su negro caballo de guerra y se dirigió al Maestre del Gremio de Ingenieros: "Di a tus hombres que concentren sus últimos disparos contra aquel gigante y que abandonen las piezas de artillería cuando se queden sin munición. Ya ha habido suficientes muertes hoy".

Caballeros del Imperio por Karl Kopinski imagen caja

A continuación, se acercó al Portaestandarte de la Reiksgard y bajo sus colores habló a los Caballeros.

"Valientes, voy a dirigiros en una carga desesperada. No os mentiré, no somos suficientes para sobrevivir a esa inmensa horda de jinetes de jabalí. Pero, a pesar de todo, tenemos una oportunidad: sabéis por experiencia que los ejércitos Orcos se disuelven como la nieve al sol si su líder muere, así que esa es nuestra única esperanza de ganar la batalla. Quiero desafiar a su jefe y necesito vuestra ayuda para llegar hasta él atravesando su ejército. Es un sacrificio que no quiero imponer a ninguno de vosotros. El que quiera irse con Kurt es libre de hacerlo; vuestro mariscal necesitará protección de camino a Altdorf. Aquellos que decidan permanecer aquí deben saber que probablemente están escogiendo la muerte. Pero también deben saber que, si tenemos éxito, pasaremos el resto de nuestra vida sabiendo que salvamos miles de vidas inocentes. También sabremos que estábamos listos para el extremo sacrificio en nombre del Imperio."

"Si morimos, lo haremos empuñando nuestras espadas; y no hay mejor muerte para un guerrero. Nos sentaremos todos en la mesa de Sigmar como los héroes de antaño y nuestros nombres serán recordados en las canciones de nuestro pueblo hasta el fin de los tiempos."

"De cualquier modo, nos convertiremos en tema de leyendas. Eso os lo puedo prometer. Así que, ¿quién está conmigo?."

Un murmullo surgió entre los Caballeros y el Portaestandarte respondió al Emperador: "Mi Señor, estoy seguro de que hablo en nombre de todos. Estaremos con vos hasta el final. Nos hemos entrenado durante toda nuestra vida para este momento, todos hemos jurado morir protegiéndoos; así que ¡el honor de la Guardia no quedará manchado por ninguno de nosotros huyendo del peligro y abandonándole! ¡Caballeros de la Reiksgard, vuestro Emperador os llama!". Quinientas espadas fueron desenvainadas y alzadas; y, con una única palabra, los Caballeros renovaron su voto de lealtad: "¡SIGMAR!".

Lleno de orgullo, el Emperador giró su montura hacia la horda verde que había bajo él y, alzando el Martillo Sagrado del Dios y patrón del Imperio, gritó: "Cabalgad conmigo, Hombres del Imperio. ¡A la carga!."

Marius Leitdorf a caballo Empire

La línea Imperial estaba hecha pedazos, tan sólo el flanco derecho conservaba algo de su forma original. En el centro sólo quedaban un par de regimientos. El más grande era un grupo de Flagelantes dementes, demasiado preocupados por el fin del mundo como para correr por sus vidas. No muy lejos estaban los Grandes Espaderos de Averland, manteniendo un precario perímetro mientras intentaban proteger desesperadamente a Marius Leitdorf, su Señor y Conde de la provincia. Los dos grupos de hombres parecían pequeñas islas en un mar verde; pero su sacrificio estaba ralentizando el avance enemigo, lo que daba tiempo al flanco derecho de reorganizarse. De repente, los Jinetes de Jabalí estaban sobre ellos. El Kaudillo Orco condujo su gigantesca montura, apartándolos a ambos lados como si se tratase de simples muñecos. Se abrió paso hacia el Conde en persona. Marius Leitdorf se adelantó para encontrarse con el monstruo y, esquivando a la bestia, describió un mortífero arco con su Colmillo Rúnico. El enorme jabalí fue destripado por la espada mágica y su jinete cayó al suelo. Por un instante, los Orcos se alarmaron, pero inmediatamente el Señor de la Guerra se puso en pie y avanzó hacia el Conde Elector.

El dramático duelo acabó en unos segundos. La criatura bloqueó el Colmillo Rúnico con su hacha de guerra y dejó que el Conde le ensartara con la larga manosiniestra que empuñaba con su mano izquierda. La hoja se enterró en la dura piel y en los músculos de la criatura, que ignoró la herida mientras agarraba el cuello del Conde con su poderosa garra izquierda. Tras unos pocos segundos de lucha, el estrangulado gemido de agonía del hombre fue atenuado por el fuerte sonido de sus huesos al romperse y el cuerpo de Marius Leitdorf, ya sin vida, se relajó en la garra del orco.

El Caudillo Orco se giró para contemplar su victoria. Los humanos habían sido derrotados y los pequeños restos de su ejército serían pronto aplastados. Todavía seguían luchando contra sus chicoz, pero la visión de su jefe muerto a sus manos pronto quebrantaría su espíritu, pensó.

Inesperadamente, la línea humana estalló en gritos de esperanza y una nueva energía pareció embargarles mientras sus miradas se dirigían al Oeste. El Señor de la Guerra no entendía qué estaba sucediendo, pero entonces notó un temblor en el suelo y oyó el bramido de un cuerno de guerra mezclado con los gritos de pánico de los Gobos que había detrás de sus jinetes de jabalí. Consiguió entrever cómo los caballeros enemigos cargaban contra sus tropas, persiguiendo a los Goblins mientras huían, y a continuación, chocaban contra los jinetes de jabalí.

Al principio, parecía que los humanos iban a vencer, pues su carga penetró profundamente en la unidad de jinetes de jabalí y aniquiló a docenas de esos feroces guerreros. Pero había demasiados chicoz y, sin importarles los que habían muerto en esos primeros instantes, finalmente detuvieron el empuje de la carga de los caballeros humanos. Los caballeros humanos se replegaron alrededor de su estandarte, con las lanzas rotas y sus monturas exhaustas.

En ese momento, el Kaudillo vio a su líder y comprendió que aquel al que había matado no era el jefe de los humanos. El Orco reconoció el arma que el líder enemigo empuñaba con implacable furia: ¡Rompe-Cráneos! Aquel martillo de guerra había sido la maldición de los suyos desde el amanecer de los tiempos, según las historias de los chamanes. Si aquel jefe humano montado tenía el martillo, debía de ser el Kaudillo de todos los hombres, aquel al que llamaban "Emperador". El Orco se hinchó de orgullo mientras pensaba que mataría al Emperador y cogería su martillo. Todos los humanos se rendirían ante él y más Orcos se unirían a su ¡Waaagh! Después de eso, aniquilaría a los barbudos tapones y ¡se convertiría en el Kaudillo más importante que hubiese caminado jamás bajo el cielo de Gorko!.

El Emperador de los humanos le había visto también, así que empezó a avanzar hacia él abriéndose un camino a través de los jinetes de jabalí. El señor de la Guerra, que no podía esperar para entablar el combate, ordenó a su guardia de enormes jefes montados que detuviesen a los otros caballeros, pero que dejasen al gran humano del martillo aproximarse hasta donde se encontraba.

Sus guardias, que casi habían acabado de aplastar al último Gran espadero, gruñeron afirmativamente y cargaron.

Big boss by artofty-d3cz7je Kaudillo Orco

Karl Franz espoleó su caballo hacia donde se hallaba el Kaudillo orco. Su brazo estaba cansado, no podía recordar a cuántos jinetes de jabalí había despachado ya con el poderoso martillo y ahora veía como otra peña de Orcos venía hacia él y la Reiksgard. Eran criaturas impresionantes, incluso más grandes que los jinetes de jabalí, y mejor armados y acorazados. Eran más numerosos que los caballeros que le quedaban; por tanto, la situación era penosa. Bien, les haría pagar un alto precio por su vida "¡Por Sigmar y por el Imperio!", gritó al tiempo que cerraba su visor e iniciaba la carga contra los Orcos. Los Caballeros y la Guardia Orca chocaron en un estruendoso clamor de acero contra acero; pero algo extraño sucedió alrededor de Karl Franz: los jinetes de jabalí se abrieron paso y le dejaron penetrar en sus filas, concentrando sus ataques únicamente sobre los Caballeros de la Reiksgard. El Emperador detuvo su caballo y estaba a punto de volver cuando vio al Señor de la Guerra Orco de pie justo delante de él, sobre el cuerpo de Marius Leitdorf. El monstruo levantaba su hacha como clara señal de desafío hacia él. El Emperador lo entendió, cabalgó hacia el Kaudillo y después desmontó, preparándose para la confrontación final.

Los dos oponentes se estudiaron durante unos pocos segundos, mientras a su alrededor la batalla parecía haberse detenido. Un silencio sobrenatural cayó sobre el campo de batalla y todos los ojos se giraron hacia los dos campeones.

Todos, tanto Orcos como Humanos, sabían que había llegado el momento fatal en el que se decidiría la batalla.

Los dos adversarios eran magníficos guerreros, cada uno representaba el cenit de la habilidad de lucha de sus respectivas razas.

El Emperador era un hombre alto y musculoso embutido en una armadura negra completa. Se había quitado el yelmo, ya que sabía lo importante que es el contacto visual en un combate singular. En su pecho, el Sello de la Plata brillaba como una estrella y las runas inscritas en Ghal Maraz, el poderoso martillo de Sigmar, brillaban ardientes.

Su adversario se alzaba ante él, una montaña de músculos verdes. El vaho de su respiración hizo a Karl Franz pensar en una bestia salvaje lista para cargar. Los trozos de armadura dispersos por su inmenso cuerpo parecían cumplir una función más bien decorativa en lugar de ofrecer una verdadera protección para su carne, dura como la roca. La pesada hacha que sostenía entre sus manos era tan alta como un hombre. Karl Franz notó como unos destellos de energía verde centelleaban en el filo de su hoja y comrpendió que no sólo se enfrentaba a su fuerza bruta.

Al notar que el Emperador centraba su atención por un instante en el hacha, el temible Orco aprovechó la ocasión y saltó sobre el hombre. Se movió a una velocidad impensable para una criatura de ese tamaño; y su aterrador grito de batalla era en sí mismo un ataque al espíritu de lucha del hombre.

Los instintos desarrollados durante años de entrenamiento en las mejores escuelas de esgrima y la experiencia ganada en docenas de batallas salvaron al Emperador. El brazo que sostenía el escudo se levantó justo a tiempo para parar el hacha, que iba dirigida hacia su cuello. El impacto fue terrible. El hacha hizo un tajo que atravesó el escudo y destruyó la insignia del Emperador; pero la hoja fue detenida por la armadura del Emperador y el Sello de la Plata, que contuvo la energía que, de otro modo, le habría cortado el brazo.

Karl Franz ignoró el dolor y contraatacó con Ghal Maraz. El martillo golpeó al Orco en el hombro y el fiero guerrero elevó un grito de dolor hacia el cielo. Eso dio tiempo al Emperador para recuperarse y volver a ganar la distancia que quería mantener entre él y su oponente. No quería que el Orco se acercara demasiado: sabía que si el monstruo le agarraba, su suerte estaba echada.

La herida parecía haber eliminado cualquier rastro de pensamiento racional en el Orco. La criatura retrocedió hasta sus más básicos instintos y cargó incluso con más ferocidad.

La serie de golpes que siguieron fueron parados, bloqueados o devueltos por ambos oponentes en un duelo que, a veces, era demasiado rápido para que incluso las tropas de alrededor pudieran seguirlo. Tras unos largos minutos, Karl Franz vio claramente que estaba perdiendo poco a poco: notaba su cuerpo entumecido en los lugares donde los golpes del Orco le habían alcanzado, podía sentir su propia sangre fluyendo por las grebas de su armadura. Su fuerza se desvanecía, pero su monstruoso oponente seguía atacándole sin descanso. Finalmente, el Emperador comenzó a retroceder e incluso hincó una rodilla en el suelo. Ante aquello, un grito de pánico brotó de las tropas imperiales. El Kaudillo Orco, saboreando la victoria por anticipado, se preparó para el último ataque.

Karl Franz se sintió sobrecogido por el dolor. Comprendió que estaba perdiendo el duelo porque su raza había perdido aquella sed de sangre, el mismo espíritu salvaje que daba fuerza a su oponente. La civilización había traído muchas ventajas a la humanidad, pero los hombres de hoy en día confiaban cada vez más en la pólvora y en otros medios tecnológicos para que luchasen por ellos, así que el espíritu guerrero de sus bárbaros ancestros no era tan fuerte como solía ser. Si sólo pudiera tener la misma fuerza que el sagrado Sigmar tuvo antaño, con la que derrotó a este mismo enemigo hace milenios en este mismo paso montañoso... Si sólo pudiera recuperar aquel espíritu para salvar a su súbditos y proteger su tierra.

Su silenciosa plegaria era sincera; y no fue ignorada.

Karl Franz no sabía de dónde procedían sus nuevas energías. No supo decir si provenían del martillo que aún sostenía en sus manos o del fondo de su alma. En un momento, todo su dolor había desaparecido. Flexionó sus músculos con una fuerza ultraterrena y dejó que su corazón se llenara con un primitivo espíritu de lucha.

El Emperador se alzó una vez más ante el Orco.El Kaudillo se detuvo. No podía creer lo que estaba viendo. Había estado luchando contra un hombre que vestía una armadura. ¿Por qué la figura que se hallaba frente a él era la de un gigantesco guerrero vestido con pieles? No era la misma persona: esta era más alta, más poderosa; pero el martillo que alzaba en el aire era la misma arma legendaria. El hombre lanzó un poderoso grito de batalla que resonó entre las montañas tal y como lo había hecho hacía muchos siglos antes: "¡Unberogen!."

Ante ese sonido, los instintos del Orco fueron desbordados por recuerdos inscritos en el alma colectiva de su raza; recuerdos de poderosos bárbaros derrotando a los Orcos en la lucha por la posesión de las ricas llanuras y expulsándolos a las Tierras Yermas, más allá de las montañas. En aquella época, los hombres habían sido liderados por ese mismo campeón, que había denegado la posesión de aquella tierra a la raza de los pielesverdes.

Si el Kaudillo Orco hubiese podido sentir algún tipo de emoción, en aquel momento habría sentido miedo. En lugar de eso, su reacción fue más bien de vacilación, una decima de segundo de vacilación que le iba a costar todo lo que tenía.

Ghal Maraz golpeó el cráneo del Orco con un atronador crujido.

El gigante verdoso cayó mientras la vida le abandonaba por su destrozado cráneo. El Orco miró a través de su propia sangre al enemigo que le había derrotado. Una vez más veía al hombre herido de la armadura negra, no al guerrero bárbaro de apariencia divina. El Orco no pudo comprender el Poder que le había derrotado y alzó una garra como en un último intento de reanudar la lucha; pero toda su fuerza se había desvanecido, así que su brazo volvió a caer. Ya no logró ver nada más.

La batalla había terminado. Con su líder muerto, los Orcos se replegaron y empezaron a huir hacia sus yermos territorios. Los hombres, demasiado cansados para perseguirles, se dispusieron a cuidar de los heridos, empezando por su glorioso Emperador.

Desde ese día, el nombre de Karl Franz ha sido pronunciado con gran orgullo en todo el Imperio por aquellos que escuchan el relato de aquel duelo. A pesar de que en los años venideros las historias sobre la batalla fueron adornadas y exageradas, hay un dato en el que todo el mundo esta de acuerdo: en aquel día, Sigmar en persona luchó junto a sus guerreros.

Fuente[]

  • Ejércitos Warhammer: El Imperio (6ª Edición), págs. 70-75.
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